La Organización Mundial de la Salud define salud como “Un estado de completo de bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Por lo tanto, la salud contempla distintas dimensiones del ser humano. No obstante, esta visión integral de la salud resulta una utopía para millones de personas alrededor del mundo en la vida real.
Según DatosMundial.com, la expectativa de vida — estimación de los años que una persona vivirá, en relación a las tasas de mortalidad esperadas — aumentó de 1960 a 2020, en 19.1 años promedio para los hombres y 20.3 para las mujeres. Sin embargo, existen diferencias abismales, incluso de décadas, entre distintos países. En 2020, las expectativas de vida, en hombres y mujeres eran para Hong Kong, 82.9 y 88 años; Dinamarca, 79.6 y 3.6; México, 66.3 y 74.3 y Nigeria, 52.5 y 53.3.
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Parte de la explicación se encuentra en el impacto que los llamados determinantes sociales en salud tienen sobre las distintas poblaciones. Factores como el acceso al agua para consumo humano, el grado de exposición a contaminantes ambientales, dieta, empleo, educación, nivel de ingreso, género y raza. Asimismo, la genética interactúa con el ambiente donde se nace y crece. A esto debemos sumar también el contexto sociopolítico y el nivel de robustez del sistema de salud de cada país.
Vivimos diferentes realidades respecto a la salud
En México, como en otros países, vivimos diferentes realidades. Por un lado, están quienes, obsesionados por su salud, hacen cuánto pueden para asegurarse la tan ansiada longevidad. Toman vitaminas que no requieren, eliminan alimentos de su dieta porque algún gurú lo recomienda, aun sin evidencia científica, y siguen a pie juntillas cualquier fórmula que prometa retrasar el envejecimiento y desde luego, la tan temida muerte.
Cuando alguien dentro de este grupo enferma, accede por lo general a servicios de salud que pueden llegar a ser de excelencia. Si el cuadro es agudo, seguramente recuperará la salud al resolver la causa. Si debuta con una enfermedad crónica no comunicable y cuenta con un buen seguro médico privado, tal vez reciba los mejores tratamientos hoy disponibles para controlarla, incluso por años.
Sin embargo, quienes se enfrentan a un accidente grave o una enfermedad avanzada e incurable, se ven inmersos en un complicado laberinto donde las opciones para salvar la vida y a veces, para prolongarla, incluso a costa de su calidad, cada vez son más en número y complejidad. Detenerse es difícil porque nos hemos convencido que las enfermedades y la muerte son fracasos.
El sistema, además, no está programado para hacer un alto y cambiar el rumbo del tratamiento o considerar las preferencias y valores del paciente. Ganarle a la muerte horas, días o meses, se vuelve prioridad.
La otra realidad, es la de quienes no tienen tiempo para imaginar vivir 100 años. Empeñan cada día en satisfacer sus necesidades básicas. Niños y jóvenes que, con dietas precarias y educación deficiente, difícilmente encontrarán camino hacia un mejor futuro. Adultos mayores con recursos insuficientes y con la carga propia del deterioro de la edad. Algunos cuentan, dentro de este grupo, con acceso a excelentes instituciones de salud pública.
Sin embargo, muchos otros no cuentan con servicios de salud en sus comunidades, no tienen acceso a ellos o no tienen los recursos para afrontar los gastos de bolsillo. Peor todavía, muchos mueren tempranamente por condiciones médicas que pudieron haberse prevenido o tratado oportunamente. Vaya paradoja la que estamos viviendo.
El envejecimiento poblacional, además, nos enfrentará, en un futuro próximo, a un sinnúmero de retos para los cuales no estamos preparados. Para hacer eco de la definición de salud de la OMS, es indispensable reducir la brecha y lograr el acceso universal a servicios de salud de calidad, pero también resulta fundamental cambiar el paradigma para poder relacionarnos desde otro lugar con la enfermedad y la muerte porque, sin lugar a dudas, todos nos enfrentaremos a ellas.